miércoles, 27 de marzo de 2013

Fuegos y malabares

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Por escenario tenemos las calles de la ciudad. Los espectadores son apurados automovilistas que se congregan uno tras otro en la avenida según les marca la luz roja en el semáforo. Por toda luz tenemos las farolas de la calle y los ojos brillantes de los cohes que en este momento perfilan la figura del joven actor que se apresura a presentarse. Vemos sus ropas sencillas, manchadas de ollín aquí y allá, las manos diestras ya juegan con lo que aparentan ser palos negros como la noche. De pronto cobran vida. Se encienden cual pequeñas antorchas. El actor se convierte en un domador del fuego. Joven, delgado, casi un niño, y aún parece manejar las llamas ardientes con tanta facilidad como si no estuvieran allí. Las arroja al aire confiado y en el mismo movimiento les ordena girar en varios círculos y volver a aterrizar seguras, en sus manos. Las antorchas se comportan como trapecistas en un momento dado, cambiando de una mano a la otra al mismo tiempo, curzándose en lo alto, sobre la cabeza de su domador. Se posan suaves entre sus dedos. La obra casi esta por terminar. La luz amarilla del semáforo anuncia la última escena. Sale despedida una antorcha a varios metros de altura en línea recta, le sigue su hermana. Pájaros hechos de serpientes amarillas, rojas y doradas intentan liberarse por un momento de su señor. Al final las llama la gravedad y sus esfuerzos se extinguen dejando un fantasma de  humo detrás. El domador vuelve a ser un jovencito que se inclina orgulloso frente a su ansioso público. Dos, tres reverencias antes de caminar entre algunos de los nuevos admiradores que ha conquistado esa noche. A veces son muchos, otras pocos y en veces ninguno. De igual manera el actor se retira del escenario y como buen artista ya piensa en su siguiente función. Se retira al parquesito de la esquina y aprovecha que nadie le presta demasiada atención para practicar sus trucos. Y a pesar de la necesidad que seguramente motiva sus actos, nada impide que cuando la luz roja se enciende nuevamente, le sonría a la noche y a sus nuevos espectadores.

Este narrador suyo se detiene unos minutos para contemplar al joven domador actuar. Aunque su escenario es de concreto, que su techo no es otra cosa que la bóveda celeste, y que sus ropas tienen huellas de cenizas, no escatima en sonrisas. Por otro lado muchos de los espectadores acurrucados en sus autos, parecen malhumorados y desdeñosos, deseosos de llegar a sus hogares. Tal vez el actor conozca la Palabra Secreta para divertirse aún con el fuego entre las manos. ¿Qué nos diría si le preguntáramos? Tal vez la respuesta se encuentre en el joven actor dentro de cada uno, que juega con el fuego esperando algún día, llamar nuestra atención.

-Dedicado al domador de fuego que se desvaneció, 
antes de preguntar su nombre...


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